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Renacer con o sin épica
el pais intimo
Las dos despechadas compartíamos un café. Ella finalizaba por fin esa relación que siempre supo que no iba a ninguna parte; yo, terminaba un trabajo sobre el cual decir que se me torcía el colon como a una rata envenenada era poco. Y decir que terminamos es una desfachatez, porque a ambas nos terminaron, por eso tal hemorragia narcisista nos arrojaba a horas de sacudir la lengua con maldiciones y promesas de un renacimiento personal.
Porque claro, después de la guerra todos son generales, y a nosotras se nos ocurría leer todo en clave de epifanía: que siempre lo supimos, que ahora nunca más meterse en huevadas, que ahora sí nos daríamos ese valor que merecíamos, que la vida haría justicia, que es momento de renacer.
Renacer, sí, como el título de la película de moda: "El Renacido". Esa de DiCaprio, que posiblemente lo tiene a él con el colon tomado a la espera del Oscar, ese premio que por fin haría justicia con el actor.
O al menos eso se dice, como sea, todos ya estamos demasiado enterados de que su corazoncito cuelga de los hilos del reconocimiento en esa contienda. Quizás como nosotras, cuántas veces se dio ese autoespaladarazo para renacer del fracaso, convenciéndose de que el karma, el chakra, la dieta, el coacheo o -cualquiera de esas invenciones para controlar lo incontrolable- haría lo suyo para cerrar el círculo de justicia.
Pero las despechadas estábamos demasiado atrapadas en la cárcel del victimerío del despecho para andar haciendo justicia: "Como el hoyo la película", dijo ella. "Tan disonante como la emoción del relator de fútbol", dije yo.
Concordamos que la crítica no era por lo inverosímil de la trama -un protagonista con siete vidas que en "Titanic" le da hipotermia por mucho menos- porque hay ficciones que hacen soñar con lo imposible; sino que se trata del relato épico que sostiene la moral del protagonista: que siempre lo supo, que ya no meterse más en huevadas, que ahora sí se daría el valor que merecía, que la vida haría justicia, era hora de renacer.
Y la epopeya no suele ser el género favorito de las mujeres, será quizás porque hemos sido testigos más que ellos, que en la historia la narrativa de heroísmo lleva a unos pocos a vanagloriarse y a muchos a ser víctima de él. Hay algo irreductiblemente violento en el héroe, quizás porque se trata de una inflación egótica pero con gramática de rectitud: el héroe es él mismo la justicia, no es con otros en tanto se dice a sí mismo que actúa para los otros, él rectifica el desvío. Algo de esto es la crítica que hace el filósofo chileno Humberto Maturana a los coach -polémica que hace semanas hemos leído en los medios- acusándolos de usar sus teorías para el negocio del empoderamiento.
Terminamos el café pelando a la compañera de curso, esa que era porra, charlatana y que tomó un estupendo cargo en el Gobierno. "¡Qué injusto!", decía ella. "La vida es así", dije yo. Cada una retomó su cotidiano con la certeza íntima de que cada una volvería a meterse en las mismas huevadas, de que el karma no está trabajando para nosotras, y que da lo mismo si DiCaprio se gana el Oscar. Pero con la profunda convicción de que compartir un café y las miserias con alguien es santo remedio para el despecho: la épica del antiheroísmo.